Walter Beckers - "Dr. A. Cula & Frank N. Stein"

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Poeta, cuentista, editor e ilustrador belga. Escribe tanto en francés como en flamenco. La versión que pongo es la de Aurora Martí.
Con el mismo derecho que la piedra, el queso y las medias de nylon, la angustia, la fría angustia, la estremecedora angustia, la consciente e insinuante angustia, pertenece a este mundo. Un mundo en el cual los hombres se aman, se embriagan, se matan. Un mundo en el cual los hombres sufren en la angustia, mientras que otros se liberan gracias a esa misma angustia.
Conocí una vez a un fanático —con todas las exageraciones que ello representa— de todo cuanto tuviera relación más o menos directa con el horror, y que no habría querido trocar un cuento de miedo, por las más fantásticas alucinaciones debidas a la LSD. Conocía todas las novelas de ciencia ficción, incluso podía recitar de memoria, de improviso, cualquier pasaje tomado al azar de la literatura fantástica.
No era posible proyectar una película con seres espantosos y atroces, sin que Jonathan Steller fuese a verla, de la misma forma que las gallinas van en busca de grano. En semejantes circunstancias, creo que nadie se sorprenderá si le digo que, por culpa de un abuso exagerado de las sensaciones terroríficas, nuestro hombre se había vuelto un poco hastiado. Sean cuales fueren las posibilidades que podían ofrecer aún las películas en color, estimaba que era de todo punto imposible lograr algo que sobrepasase en poder evocador a la primera versión alemana de El gabinete del doctor Caligari. Así pues, casi no se sorprendió un día en que fue a ver una película de terror anglosajona, bastante mediocre, de que los bienhechores estremecimientos debidos a la angustia —que cada vez iban siendo más raros— estuvieran ausentes por completo.
Evidentemente había franqueado el punto límite de las reacciones normales ante el horror.
Mortalmente disgustado, abandonó la sala antes de que finalizase la proyección.
Regresó a casa lo más rápidamente posible, y se precipitó como un autómata hacia su bien provista biblioteca, y dividido entre la duda y la esperanza, empezó a registrar su colección de obras especializadas. Tras largas horas hojeándolas e intentando encontrar un medio de salvación, tuvo que concluir amargamente que todas sus tentativas resultaban del todo inútiles. Las obras cumbre de la literatura de terror se hallaban grabadas de un modo tan preciso en su memoria, que podía recitarlas palabra por palabra. Lo desagradable era que ahora lo hacía sin la menor emoción, sin la menor turbación, sin la más pequeña sensación.
Se habían acabado para él los estremecimientos voluptuosos. Se hallaba en la situación de uno de esos sibaritas que, por el exceso de asados, de salsas y de buenos cigarros, no perciben en los manjares más que un gusto soso y común.
Durante años había vivido en un laberinto de buen humor. Se había paseado por las avenidas del estremecimiento, como si hubiera creado, con su fina percepción, un solo ser que, dando vueltas por doquier, subiendo y bajando, hallase goces extraordinarios en el menor acontecimiento. Había sido deslumbrado, enamorado, conquistado.
Había llegado a un acuerdo perfecto con las historias de horror. Ahora, de todo aquello sólo le quedaba una llama parsimoniosa y humeante.
Se sentía como un árbol desnudo por el viento de otoño. Relentes de una tarde agradablemente tibia, algunas pocas llamitas lamían las escorias moribundas en el hogar, sin esperanza de un alimento vigorizador. Herido de muerte, se dejó caer en un sillón, tuvo la fuerza de servirse un vaso de whisky, y cogió el periódico, como si quisiera encontrar en él alguna válvula de escape para su dolor.
¿Podía dar crédito a sus ojos?
Releyó por tercera vez el pequeño texto, situado cuidadosamente en una columna de cinco centímetros, y rodeado por un recuadro atrayente. Sí, las letras bailaban allí en sus oscuros caracteres:
¿QUIERE USTED ESTREMECERSE?
No como en el cine.
No como en las novelas de ciencia ficción.
No como en sus sueños
¡SINO ESTREMECERSE DE VERDAD!
Diríjase a DR. A. CULA & FRANK N. STEIN, LTD.
Las solicitudes por escrito no tendrán respuesta.
Seguía la dirección y no había número de teléfono.
¡Qué extraño! Fue la única frase que Jonathan pudo proferir. Sí, ¡qué extraño!, repetía una y otra vez en voz baja. Como encadenado a su sillón, permaneció con la mirada fija, ajeno a todo cuanto le rodeaba y que tan bien conocía. Lo concreto apenas nunca había logrado interesarle. Ahora, su falta de interés se reforzaba. Se sintió bruscamente ausente, flotando en un universo teñido pesadamente de purpura y de rojo.

Una voz le habló, llena del orgullo que le confería un poder consciente:
—Durante nuestra entrevista, deseo para cada una de mis preguntas una respuesta clara y concisa. Quiero también que me llame míster Press. Inmediatamente le haré saber mis relaciones con el señor Frank N. Stein y el Dr. A. Cula. Soy su agregado de Prensa y, al mismo tiempo, su hombre de confianza. Poseemos ya un dossier que le concierne, señor Steller, pero debido a mis ocupaciones extremadamente numerosas, no he podido proporcionarle nuestro periódico hasta hoy.
La voz guardó silencio durante algunos segundos, sin duda con objeto de dar más importancia a lo que acababa de pronunciar.
—No he hablado de nuestro periódico por error, ni sin razón. Debe usted saber, perfectamente, que cuando esta conversación toque a su fin, en otros términos, cuando se haya reintegrado usted a la situación que todo el mundo se empeña en llamar normal, no volverá a ver este pequeño anuncio. Estaba destinado a usted únicamente y por un solo momento.
Jonathan Steller sintió crecer su atención por momentos. Estaba seguro ahora de disponer de todas sus fuerzas habituales, por lo que se mostró particularmente relajado. No tenía conciencia del lugar donde se hallaba, ni de la hora en que se desarrollaba aquella extraña entrevista. Por otra parte, todo esto no tenía la menor importancia. No advertía más que aquella otra presencia, sin llegar, no obstante, a identificarla en sus sentidos despiertos.
—¿Es usted sirviente?
—En efecto, mister Press.
—Si lo es de forma consciente, no puede ignorar la seriedad y responsabilidad de un contrato.
—No lo ignoro.
—Bien. ¿Está usted de acuerdo, como pago del horror absoluto e infalible que le prodigaremos, en ceder diez años de su vida?
—Ciertamente, mister Press.
—¡Magnífico! Lo ha dicho en un tono firme y sin el menor segundo de vacilación. En la primera ocasión de que disponga, vaya a la dirección que ya conoce. Le deseo mucha angustia, Jonathan.
—Gracias..., muchas gracias, mister Press.
Los vapores rojos y púrpuras le envolvieron. Se sentía más ligero que la atmósfera, y flotaba sin cesar entre aquella envoltura caliente que adquiría toda suerte de formas caprichosas y turbulentas, deslizándose de infinitas maneras unas contra otras. Progresivamente, las nubes opacas se fueron haciendo transparentes y pronto ya no le quedó a Jonathan Steller más que el vago recuerdo de una región misteriosa y encantada. Hubiérase dicho que regresaba de un largo viaje, cuyas consecuencias y conclusiones no podían ser estimadas en su justo valor hasta mucho después.

El periódico desplegado continuaba sobre sus rodillas. Miró, sin dar crédito a los anuncios por palabras. Pasó desde la venta de un «Ford 65», nuevo, hasta una viuda seria que deseaba ponerse en contacto con joven también serio, sin olvidar las ofertas de trabajos suplementarios.
Todo aquello no le interesaba. Echando una mirada a su reloj, observó que era cerca de medianoche. Ya era hora de acostarse. Mañana se levantaría temprano. ¿No había prometido hacer una visita al doctor A. Cula y a Frank N. Stein?
A la mañana siguiente Jonathan Steller se levantó muy temprano. Se afeitó, se lavó y se vistió en menos tiempo del que se necesita para decirlo. Apenas si se preocupó de prepararse café. Para él, un buen café era siempre el índice de un buen principio de jornada. ¿Qué decir entonces de hoy, que sería ciertamente un día maravilloso, tal vez «el» gran día de su vida?
Se sentía un poco nervioso cuando cerró la puerta de la calle. Una vez fuera, su excitación y su curiosidad ya no tuvieron límites. Deseaba llegar lo antes posible. Como un enamorado que teme llegar tarde a su primera cita, se precipitó hasta la parada de taxis más próxima.
Después de media hora entre una intensa circulación y durante la cual demasiadas luces rojas fueron obstáculo a la prisa de Jonathan, el taxi llegó a la calle tan deseada. Pagó al chofer, y esperó a que desapareciera por la esquina de la calle, ansioso de encontrarse a sí mismo, dirigiéndose hacia la casa en cuestión. Era una calle sombría, fría, irritante. Una calle sin ningún niño que pusiera un poco de vida, sin una flor en las ventanas. La mayor parte de las casas parecían sucias y abandonadas. Casas sin personalidad, sin carácter. Sólo indiferencia, frialdad. El número 16 era semejante a los demás números. Un pesado martillo de bronce era el único elemento, a la vez útil y decorativo, que se encontraba en la puerta. Dos golpes sobre la placa de metal, como un mazo sobre un tonel de hierro vacío. La puerta se abrió con excesiva rapidez, y mostró en el umbral a un joven vestido con jersey y pantalones tejanos.
—¡Entre, y sígame! —indicó.
En el rellano, el joven le señaló la puerta entreabierta de una pequeña y estrecha habitación, cuyas paredes estaban pintadas de negro. En ella una madera de roble negro hacía las veces de mesa de despacho. La única iluminación del lugar era una lámpara de globo, colgada del techo, cuya luz iluminaba la mesa y el rostro del joven que, tras sentarse, rogó a Jonathan Steller que tuviera la bondad de hacer otro tanto.
El joven inició de inmediato la conversación, sin que aquello conmoviera exageradamente al visitante.
—Nuestro colaborador, míster Press, me ha confiado su dossier. Desde entonces he tenido ocasión de examinarlo a fondo, y me complace decirle que la respuesta que espera usted se revela positiva. No obstante siento anunciarle que mis jefes, el señor Frank N. Stein, y el doctor A. Cula, me piden que les excuse por no poder venir ellos mismos a saludarle, pero la sobrecarga de trabajo que les ocupa es implacable, y les impide obrar a su gusto. Estos últimos tiempos nos encontramos en dificultades relativamente serias con algunas compañías de seguros que se hallan sobre la pista de nuestras actividades, y no se muestran satisfechas de lo que exigimos como compensación del terror absoluto, es decir, diez años arrancados a la existencia terrestre de nuestros clientes que han suscrito un seguro de vida...
¡Jonathan sintió una mano fría oprimiéndole el corazón! ¿Iba a caer un grano de arena en aquel mecanismo perfecto? Balbució algunas palabras vagas:
—¿Los aseguradores? ¿De qué modo han llegado aquí?
—Muy sencillo —dijo el joven, en un tono de voz muy seguro de sí mismo—. Comprenderá fácilmente, sin dula, que incluso un inspector de seguros puede ser un apasionado de la fantasía. Falta saber lo que prevalecerá en él: si su afición fanática a las emociones violentas, o su conciencia profesional. El problema para nosotros es que míster Press, a causa de sus contactos demasiados numerosos con los candidatos al horror absoluto, se ha olvidado con frecuencia de informarme acerca de la profesión del solicitante, antes de lanzar nuestra edición especial en el periódico.
Jonathan encontró todo esto de lo más natural. Entretanto, había vuelto a ser el mismo, y estimó que había llegado el momento de lanzar su ataque. ¡Ya había estado demasiado tiempo en tensión!
—Y ahora, caballero, en lo que concierne a mi caso... ¿Cuándo voy a empezar a sentir angustia? Me muero de deseo y de impaciencia, y estoy dispuesto a dar diez años de mi vida.
—No tiene usted necesidad de proponernos estos diez años. El pacto fue consumado ayer en presencia de míster Press; en consecuencia, ya puede desde ahora, y con motivo, empezar a estremecerse de pies a cabeza...
En el primer momento, Jonathan Steller no comprendió exactamente lo que el joven quería darle a entender. Pero de repente, el significado profundo de aquella respuesta fría, simple y cruel, le penetró por completo, como un aguacero. Comprendiendo en un segundo toda la situación, sintió que su acto le procuraba una serie de estremecimientos tales, que jamás un autor de relatos de miedo hubiera podido proporcionarle. Comprendió al fin que la necesidad de dar cumplimiento a su pasión le costaba indiscutiblemente diez años de vida.
¿Cuántos años le quedaban antes del gran salto final? ¡Ya no era tan joven! En su entusiasmo, había considerado aquella condición como un elemento sin importancia. Inconscientemente, se había imaginado que quien debía vivir noventa años, consentiría de buena gana en sacrificar diez años de su vida a condición de que aquel lapso de tiempo que le quedaba de vida, transcurriera en una voluptuosidad fascinante. ¿Pero quién le aseguraba que iba a vivir realmente tantos años?
Se dio cuenta entonces de que cada día que pasara, cada momento que transcurriera, se cargaría para él de un terror insoportable. La angustia de la muerte —la verdadera angustia, la única angustia real— no le abandonaría jamás ni un instante. ¿No era esto el miedo? ¡El miedo absoluto!
Con una risa de demente, quiso sujetar al joven por la garganta..., pero entonces descubrió que se encontraba solo en la sombría habitación.
Se sintió bruscamente más viejo, y recordó en un fabuloso segundo sus raros días de felicidad. La felicidad de su juventud, la temeridad de un joven de dieciocho años, simple soldado en un banal regimiento de Infantería. La locura de su primer uniforme. Su primer amor..., su torpeza con las muchachas más experimentadas que él. Ya no le quedaba nada de todo aquello. Ni siquiera ilusiones, desvanecidas como humo en la noche.
Mucha gente encuentra un consuelo gracias a un amor platónico, a un cigarrillo, a una pipa, unos niños o unos libros. Jonathan no poseía ya más que una angustia sin límites... A veces, un ser débil, vencido, puede encontrar aun un poco de valor y de fuerzas para recobrar su serenidad.
Jonathan no tenía siquiera este consuelo, porque jamás había sabido crearse un puerto de refugio en caso de desgracia. El desorden de su espíritu era tal, que ya no podía concentrarse fríamente. En adelante, ya no podría reaccionar más que como un autómata. No tenía ya noción de lo que era la razón, ahora que comprendía cómo su compromiso lo ataba a la angustia. Le parecía haber vivido una eternidad, antes de que pudiera recobrarse. Con rigidez, bajó las escaleras y buscó a tientas la puerta de la calle, aún entreabierta. Como un fumador de opio, titubeó en el umbral sin observar la diferencia entre la calle y los adoquines de la acera. Atravesó sin mirar.
Gritos y clamores resonaron en sus oídos. Un camión hizo un postrer esfuerzo para frenar. El chirrido de los neumáticos que se agarraban al asfalto, era una prueba de los esfuerzos del conductor que trataba de detener su vehículo lo más rápidamente posible. El ruido fue tan horrible que Jonathan Steller se llevó instintivamente las manos a la cabeza, como si quisiera rechazar así victoriosamente el peligro. En su último instante de vida miró con furia el radiador del camión, como si desafiara la garganta abierta de un monstruo hambriento.
Todo se hizo negro a su alrededor. La angustia absoluta dejaba paso a una oscuridad absoluta...
No había ni diez personas en la gran iglesia barroca de columnas arrogantes, que hacían aun más oscura las colgaduras de pesado terciopelo negro. El sacerdote que oficiaba dulcemente, y con voz apagada, era seguramente el único que se preocupaba del alma errante en la palidez del más allá. El féretro yacía allí, de un modo casi estúpido.
Los raros presentes miraban solapadamente a su alrededor, tosiendo o bostezando. Ninguna luz suavizaba la amargura de la ceremonia, ninguna flor, ninguna música consoladora. Ningún color tampoco. No existía el menor recogimiento en la asamblea.
Debo confesar que tampoco yo estaba más recogido que los demás, porque no había logrado comprender aun cómo Jonathan Steller —¿o quizá algún otro?— había podido ponerme al corriente de los últimos momentos de su vida. En efecto, sólo le conocía superficialmente.
¿Quién me había contado aquel extraño relato?
Estaba de pie, en la parte posterior de la iglesia, vagamente inquieto.
Me dispuse a relatar la historia sobre el papel. Tal vez de aquel modo podría encontrar la clave del misterio.
Mi máquina de escribir no vacila demasiado en traducir este relato. Sin embargo, yo no podía dar una explicación satisfactoria a mi problema, tanto más por cuanto mi carácter es totalmente distinto del de Jonathan Steller. En principio, no me gustan las películas de terror.
Me consuelo de esta explicación que no llega, pensando que el relato será un mensaje. Un mensaje de la cuarta dimensión. Una demostración luminosa para todos los escépticos...
He colocado cuidadosamente mi manuscrito en un estante. Tras lo cual me he regalado con un buen whisky sin hielo. Puro y noble goce. El licor dorado me hizo bien. Estaba contento de haber confiado al papel aquel asunto excitante.
Mis pensamientos deberían hallarse muy lejanos y ensimismados, pues al contemplar la botella de whisky que acababa de abrir, advertí que estaba medio vacía. Casi sin darme cuenta, había absorbido una dosis de alcohol bastante considerable. Esto explica tal vez el sueño extraño que tuve durante el curso de la noche.
Se comprende que aquel sueño fue provocado por los acontecimientos de Jonathan Steller, y más aún por el hecho de que me había parecido oír una voz, que podría muy bien pertenecer a un tal «míster Press». No obstante, la voz era suave esta vez, casi tan dulce como la miel, seguramente distinta de la voz pedante, suficiente, orgullosa que había resonado en los oídos de Jonathan Steller. Era tal vez otro míster Press o, tal vez, un míster Press transformado por mi espíritu. Me sentí ligero
y rodeado de nubes blanquecinas. Recuerdo perfectamente que una mano delgada y blanca me tendió una tarjeta de visita. Todavía veo la tarjeta ante mis ojos. Sobre el pedazo de cartulina, había impreso en caracteres perfectos:
¿BUSCA USTED LA PAZ?
NO COMO EN LOS LIBROS
NO COMO EN LOS SUEÑOS
SINO LA VERDADERA PAZ
Diríjase a Mike & Gabriel, Unlimited
Seguía la dirección.
A guisa de desayuno, me he hecho servir un copioso desayuno a la inglesa. Entretanto, mis pensamientos vuelan de nuevo hacia Jonathan Steller.
Fuera, está nevando. Los hombres andan apresurados por las calles.
Algunos se disponen a tomar un tren, a encontrar una ocupación más agradable, un amigo, un lecho cálido, una casa fría, una mujer. Tal vez haya entre ellos algunos fanáticos que buscan la angustia absoluta. En todo caso, por la manera en que mucha gente anda frente a mí, con las manos profundamente hundidas en los bolsillos, los ojos cuidadosamente bajos, y por las bocas de las que brota un humo caprichoso, no puedo por menos que presumir que sienten correr largos estremecimientos a lo largo de su espina dorsal.
Siguiendo el ritmo de sus pasos, me sorprendo a mí mismo repitiendo suavemente la dirección de Mike & Gabriel, Unlimited.

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