William Butler Yeats - "La maldición de los fuegos y las sombras"

Posted by La mujer Quijote in ,

Poeta, dramaturgo y narrador irlandés. Uno de los más grandes autores en lengua inglesa y uno de los, llamémoslos, culpables, del "Renacimiento literario irlandés". Su visión del nacionalismo fue romántica, no fue un nacionalismo puramente político, fue un nacionalismo cultural que pasaba a través de la mitología, imaginando una Irlanda como una especie de utopía celta.
El cuento pertenece al volumen "La Rosa Secreta" publicado en 1897.
La versión es la de Fernando Robles.

Una noche de verano, en el tiempo en que aún había paz, un puñado de soldados de los Puritanos, bajo el mando del piadoso Sir Frederick Hamilton, irrumpió a través de las puertas de la abadía de los Hermanos Blancos de Sligo. Al caer la puerta con un gran crujido, vieron a un puñado de frailes reunidos ante el altar, cuyos albos hábitos blanqueaban ante el constante reflejo de los cirios benditos. Todos los frailes estaban arrodillados, menos el abad, que se mantenía en pie ante las gradas del altar, con un gran crucifijo de bronce en las manos.
—¡Fusiladlos! —gritó Sir Frederick Hamilton, pero nadie movió un músculo, porque todos eran personas recién convertidas y aún les causaban respeto los cirios y el crucifijo.
Durante un corto instante todo se quedó silencioso; luego, cinco de los soldados que componían la guardia de corps de Sir Frederick levantaron sus mosquetes y fusilaron a cinco de los frailes. El estruendo y el humo terminaron con el ambiente de misterio que infundían las blancas luces del altar y los otros soldados recuperaron valor y comenzaron a tirar también. En poco tiempo todos los frailes yacían alrededor de las gradas del altar, con sus blancos hábitos manchados de sangre.
—Metedle fuego al edificio —gritó Sir Frederick Hamilton, y uno de los soldados trajo un haz de pajas secas y lo amontonó junto a la puerta del oeste, pero no lo encendió porque le angustiaba pensar en aquel crucifijo en medio de los cirios.
Y viendo esto, los cinco soldados que componían la guardia personal de Sir Frederick Hamilton volvieron al altar, y tomando cada cual una de las velas, le prendieron fuego a los haces de ramitas. Las lenguas rojas del fuego se alzaron hacia la techumbre y avanzaron crepitando a lo largo del entarimado, incendiando sillones y bancos de iglesia y haciendo que las sombras de los soldados parecieran danzar entre los salidizos y las estelas.
Durante un rato el altar permaneció intacto, rodeado de todas sus luces blancas, y los ojos de los soldados se volvieron hacia él. Y el abad, que todos habían creído muerto, se incorporó y se adelantó levantando el crucifijo con las dos manos por encima de su cabeza. De pronto, se puso a gritar con voz de trueno:
—Anatema sobre vosotros, que habéis fusilado a quienes vivían en la luz del Señor, porque se os verá errar por entre las sombras y los fuegos.
Y habiendo gritado estas palabras, cayó muerto con el rostro por tierra y el crucifijo de bronce rodó por las gradas del altar.
Ya el humo se había hecho muy espeso, lo que obligó a los soldados a salir para buscar aire fresco. Y a sus espaldas, las ventanas de la abadía brillaban animadas por la multitud de santos y mártires que, como si se hubieran despertado de un sagrado trance, entraban en furia y en agitada vida. Los ojos de los soldados quedaron atónitos, y durante un tiempo no pudieron ver nada más que los rostros en llamas de santos y mártires. No obstante, al fin vieron a un hombre cubierto de polvo que venía hacia ellos corriendo:
—Dos mensajeros —explicó— han sido enviados por los derrotados irlandeses para levantar contra vosotros a todo el país en torno a la casa solariega de los Hamilton, y si no lográis detener a esos mensajeros seréis vencidos en los bosques antes de que podáis regresar a vuestros hogares. Van ahora por el noreste, entre el Ben Bulben y Cashel-na-Gaal.
Sir Frederick Hamilton reunió en torno suyo a los cinco que habían disparado en primer lugar sobre los frailes y les dijo:
—Rápido, cabalgad por los bosques hacia la montaña y llegad antes que esos hombres y matadles.
En unos instantes los soldados partieron y poco tiempo después atravesaron el río con gran chapoteo en el paso que se llama aún hoy el Vado de Buckley, y se sumergieron en los bosques. Siguieron un sendero de tierra que avanzaba paralelo a la ribera del río. Las ramas de los chopos y del avellano silvestre se entremezclaban por arriba y ocultaban a la nubosa luna, dejando el sendero sumido en una oscuridad cerrada. Iban cabalgando a un trote rápido, sin hablar entre ellos; a veces veían alguna liebre o algún tejón escurrirse en la oscuridad. Poco a poco, a medida que el silencio y la negrura de los bosques les infundían un sentimiento de opresión, se arrimaban el uno contra el otro y se pusieron a conversar entre ellos; eran viejos camaradas y cada cual conocía la vida de los otros. Uno de ellos era un hombre casado y les contaba cómo su esposa se alegraría cuando lo viese volver sano y salvo de aquella descabellada expedición contra los Hermanos Blancos y cuando oyese de qué manera la fortuna había compensado los defectos de su temeridad.
El más viejo de ellos, cuya esposa estaba muerta, habló de un jarro de vino que lo esperaba en un estante elevado; mientras que el tercero, que era el más joven, tenía una prometida que esperaba su regreso, y cabalgaba un poco aparte de los otros, sin hablar.
De repente, el joven se detuvo y pudieron ver los otros que su caballo temblaba.
—He visto algo —les dijo—, y con todo es posible que no haya sido más que una sombra. Me pareció como un enorme gusano que llevaba una corona de plata en la cabeza.
Uno de los cinco se llevó la mano a la cabeza como si fuera a santiguarse, pero acordándose luego de que había cambiado de religión, la bajó y dijo:
—Estoy seguro de que no ha podido ser más que una sombra, que hay muchísimas en un lugar como este que nos rodea, y las hay de tipo bastante extraño.
Y continuaron cabalgando en silencio. Había estado lloviendo por el día y gruesas gotas caían de las ramas mojando sus cabellos y sus hombros. Al rato se pusieron de nuevo a conversar. Habían participado juntos en muchísimas batallas contra muchos rebeldes y se contaban uno a otro de nuevo la historia de sus heridas, consiguiendo así olvidar a medias la terrible soledad de los bosques.
De repente, los dos caballos que iban a la cabeza relincharon y se pararon, negándose a seguir adelante. Delante de ellos había un rielar de aguas y supieron por el rumor de corriente que se trataba de un río. Descabalgaron entonces y después de mucho tira y afloja, gracias a la mezcla de tirones violentos y de caricias, llevaron a los caballos hasta la orilla misma del río.
En mitad del agua se encontraron a una mujer vieja, de elevada estatura, cuyos cabellos grisáceos le caían sobre el gris vestido. Estaba de pie con el agua hasta las rodillas en medio de la corriente, y de cuando en cuando hacía ademán de agacharse como para lavar alguna cosa. En efecto, más de cerca, vieron que estaba lavando una cosa que flotaba a medias. La luna depositaba sobre el objeto una luz temblorosa y vieron que se trataba del cuerpo de un hombre muerto, y mientras lo estaban mirando, la corriente del agua volvió aquella cara en su dirección y cada uno reconoció en el mismo momento su propio rostro. Mientras permanecían enmudecidos e inmovilizados por el espanto, la mujer comenzó a hablar diciendo fuerte y lentamente:
—¿No habéis visto a mi hijo? Lleva en la cabeza una corona de plata.
El más viejo de los soldados, aquel que había sido herido más veces, desenvainó y dijo:
—He luchado por la Verdad de mi Dios, y no he de temerle a las sombras de Satán.
Y con esto se abalanzó a las aguas. La mujer se desvaneció y, aunque estoqueó en el aire y en el agua, no tropezó con nada absolutamente.
Volvieron a cabalgar los cinco soldados y lanzaron sus caballos a través del vado, pero fue completamente inútil. Volvieron a intentarlo una y otra vez y fueron cayendo al agua en un punto o en otro, al encabritarse siempre los caballos. Decía el más viejo de ellos:
—Vamos a intentar marchar un poco hacia atrás por el bosque y a tantear el paso del río un poco más arriba.
Así pues, cabalgaron de nuevo bajo las enramadas; las lianas crujían bajo los cascos y los ramajes golpeaban sus yelmos. Después de unos veinte minutos de cabalgada, cuando volvieron de nuevo a la margen del río, y pasados otros diez minutos, se hallaron en un punto en donde era posible cruzarlo sin que las bestias se hundieran más allá de los estribos. En la orilla opuesta el bosque era muy malo y desgarraba la luz lunar en alargadas franjas. Se había levantado viento y comenzaba a arrastrar a las nubes rápidamente por delante de la superficie de la luna, de tal manera que aquellas estrechas bandas luminosas se ponían a danzar por entre los dispersos arbustos y pequeños pinos. Simultáneamente, las copas de los árboles comenzaron a gemir y el sonido que producían evocaba las voces de los muertos en el viento, y los soldados se acordaron de cómo se decía que en el Purgatorio los muertos están encaramados sobre las cimas de árboles y rocas. Se orientaron ligeramente hacia el sur con la esperanza de volver a encontrar el sendero batido, pero no pudieron hallar la menor traza de éste.
Al mismo tiempo, el gimiente ulular se hacía más fuerte y la danza de los rayos de luna pareció ser más y más rápida. Paulatinamente comenzaron a percibir un sonido de música distante. Era el son de una gaita y hacia él cabalgaron llenos de alegría. Vieron que procedía del fondo de un hoyo profundo con la forma de una caldera. En medio de aquella hondonada había un viejo cubierto con gorro rojo y de rostro lívido. Estaba sentado junto a un fuego de ramas y tenía una antorcha encendida arrojada por tierra a sus pies y tocaba furiosamente una vieja gaita. Sus cabellos rojos se pegaban a su rostro como una costra ferruginosa se pega sobre una roca.
—¿Habéis visto a mi esposa? —dijo mirando hacia arriba un instante—. ¡Se fue a lavar! ¡Se fue a lavar!
—A mí me da miedo —dijo el más joven—. Me da miedo que no sea completamente un hombre.
—No —dijo el mayor de ellos—, es un hombre tal como nosotros; puedo ver sobre su rostro las pecas que tiene. Le vamos a obligar a que nos sirva de guía.
Y diciendo esto desenvainó, y los demás hicieron lo propio y formaron un corro en torno al gaitero, dirigiendo hacia él las puntas de sus espadas; y entonces habló el más viejo, diciéndole que tenían encargo de matar a dos rebeldes que habían tomado el camino entre el Ben Bulben y ese gran espolón montañoso al que llaman el Cashel-na-Gael, y que tenía que montar a caballo con ellos, a la grupa de uno de los jinetes, y servirles de guía, porque habían perdido el camino. El gaitero señaló a un árbol próximo y vieron un viejo caballo blanco ya preparado, ensillado y embridado. Se terció su gaita a la espalda y, tomando la antorcha en la mano, se subió al caballo y salió cabalgando delante de ellos lo más deprisa que podía su penco.
Luego el bosque se fue haciendo más ralo y el suelo se presentaba más pendiente en las inmediaciones de la montaña.
La luna ya se había ocultado, pero entre las nubes aparecían unas estrellas intensamente brillantes. Y los bosques aún se extendían milla tras milla por debajo del nivel inferior, y lejos, hacia el sur, resplandecía el halo rojizo de la ciudad incendiada. El guía tensó las riendas bruscamente, y señalando hacia arriba con la mano libre que no sostenía la antorcha, exclamó:
—¡Oh, mirad los cirios sagrados! —Y entonces se lanzó de frente en un galope desenfrenado ondeando la antorcha adelante y atrás—. ¿No oís los cascos de los caballos de los mensajeros? —les gritaba—. Deprisa, deprisa, o van a quedar fuera del alcance de vuestras manos. —Y se reía como si aquella caza fuese un deleite.
Les pareció a los soldados que podían oír muy lejos, y como por debajo de ellos, un redoblar de cascos, pero ahora el suelo comenzó a hacerse más y más pendiente, y a cada momento la velocidad de su carrera se hacía más vertiginosa. Trataron de amainarla, pero les fue imposible porque los caballos parecían haberse vuelto locos.
El guía, tras dejar las riendas sobre el cuello de su penco blanco, iba agitando los brazos y cantando en lengua gaélica.
Y de repente divisaron la cinta brillante de un río a gran distancia debajo de ellos y se dieron cuenta de que se encontraban al borde del abismo que se llama ahora Lugnasall, puesto inglés, el Despeñadero de los Extranjeros. Los seis caballos se abalanzaron hacia delante y surgieron cinco gritos en el aire, y momentos después cinco hombres y sus caballos se estrellaron con sordos estallidos sobre los verdes montículos, al pie de las rocas.

This entry was posted on 03 febrero 2016 at 20:36 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario