Luigi Pirandello - "La realidad del sueño"

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Dramaturgo, poeta y narrador italiano.
Este cuento fue recogido en el volumen "Cuentos para un año" publicado en 1933.
La versión es la de Marinela de Chiara.


Parecía que todo lo que él decía estaba dotado del mismo e incontestable valor de su belleza, como si, por la imposibilidad de poner en duda que él era un hombre hermosísimo, pero realmente hermoso en todo, igualmente no pudiera ser contradecido en nada.
¡Y no entendía nada, pero realmente nada, de lo que le ocurría a ella!
Al escuchar las interpretaciones que proponía con tanta seguridad sobre ciertos actos suyos, instintivos, sobre ciertas (tal vez injustas) antipatías suyas, sobre ciertos sentimientos suyos, sentía la tentación de arañarlo, de abofetearlo, de morderlo.
Sentía, porque luego, cuando la frialdad y la seguridad y el orgullo del joven guapo se desvanecían, cuando él se le acercaba porque la necesitaba, entonces se mostraba tímido y humilde y suplicaba. Y ella, en aquellos momentos, lo deseaba. Pero, al mismo tiempo, se irritaba, hasta el extremo de que, aunque estuviera inclinada a ceder, se endurecía, reluctante. Y el recuerdo del abandono, envenenado en el mejor momento por aquella irritación, se convertía en rencor.
Consideraba que la incomodidad que ella decía experimentar con todos los hombres era una fijación.
—Te sientes incómoda, querida, porque piensas en tu sensación de incomodidad —se obstinaba en repetirle.
—¡Pienso en mi incomodidad, querido, porque la experimento! —contestaba ella—. ¿Qué fijación? La siento. Es así. Y tengo que agradecerle a mi padre la bonita educación que me dio. ¿Quieres poner en duda eso también?
Eh, al menos esperaba que eso no. Él también había tenido pruebas de esa educación durante el noviazgo. En los cuatro meses previos al matrimonio, en su pueblo natal, no le había sido concedido tocarle ni la mano ni tampoco intercambiar palabras con ella en voz baja.
Su padre, más celoso que un tigre, desde niña le había infundido un verdadero terror a los hombres; nunca había admitido a uno, a uno solo, en su casa; todas las ventanas estaban cerradas; y las raras veces que la había llevado afuera, le había impuesto que caminara cabizbaja, como las monjas, mirando al suelo como si tuviera que contar los granos de grava del camino.
Pues bien, ¿por qué se sorprendía si ahora, en presencia de un hombre, se sentía incómoda y no conseguía mirar a nadie a los ojos, y no sabía hablar ni moverse?
Hacía seis años, es cierto, que se había librado de la pesadilla de los feroces celos de su padre; veía gente, por casa, por la calle; sin embargo… No se trataba del anterior y pueril terror, pero sí de cierta incomodidad. Sus ojos, por mucho que se esforzaran, no podían aguantar la mirada de nadie; su lengua, mientras hablaba, se enredaba en su boca; y de pronto, sin saber por qué, su rostro se sonrojaba y todos podían creer que pensaba en quién sabe qué, mientras que en realidad no pensaba en nada. Y, en fin, se veía condenada a quedar siempre mal, a pasar por tonta, por estúpida, y no quería. ¡Era inútil insistir! Gracias a su padre, tenía que permanecer encerrada, sin ver a nadie, para no sentir la molestia por aquella estúpida y ridiculísima incomodidad, más fuerte que ella.
Los amigos de él, los mejores, los que más le importaban y que hubiera querido considerar como un adorno de su casa, del pequeño mundo que, seis años atrás, al casarse, había esperado formar, ya se habían alejado uno por uno. ¡Claro! Iban a su casa, preguntaban:
—¿Y tu mujer?
Pero su mujer se había escapado al primer timbrazo. Fingía ir a buscarla o iba realmente, se presentaba con el rostro afligido, las manos abiertas, sabiendo que era inútil, que su mujer lo fulminaría con los ojos encendidos por la ira y le gritaría entre dientes: «¡Estúpido!»; le daba la espalda y se iba, Dios sabe cómo por dentro, sonriendo por fuera, para acabar diciendo:
—Ten paciencia, querido mío, es que no se encuentra bien, está echada en la cama.
Y una y dos y tres veces; finalmente, ya se sabe, se habían cansado. ¿Podía no darles la razón?
Todavía quedaban un par o tres, más fieles y más valientes. Y al menos a estos quería conservarlos, especialmente a uno, el más inteligente de todos, muy culto, que odiaba la pedantería, tal vez sólo por pose; un periodista agudísimo; en fin, un amigo muy valioso.
A veces su mujer se había dejado ver por alguno de estos pocos amigos supervivientes, o bien porque había sido cogida por sorpresa o bien porque, en un momento afortunado, se había rendido a sus súplicas. Y, no señores, no era cierto que había quedado mal: ¡todo lo contrario!
—Porque cuando no piensas en tu incomodidad, lo ves… cuando te dejas llevar… eres vivaz…
—¡Gracias!
—Eres inteligente…
—¡Gracias!
—¡Y no eres nada torpe, te lo aseguro! Perdona, ¿por qué querría yo hacerte quedar mal? Hablas con franqueza, pero sí, demasiada a veces… sí, sí, y eres muy graciosa… ¡te lo juro! Coges confianza, y tus ojos… ¡claro que sabes mirar!, brillan, querida mía… Y dices, también dices cosas atrevidas, sí… ¿Te sorprendes? No digo incorrectas… pero atrevidas para una mujer, con soltura, con espíritu, ¡te lo juro!
Se animaba mucho alabándola, porque veía que ella, aunque protestaba y le decía que no le creía, en el fondo se sentía complacida, se sonrojaba, no sabía si sonreír o fruncir el ceño.
—Es así, es así, créeme, la tuya es una fijación…
Hubiera tenido que despertar en él cierta preocupación el hecho de que ella no protestara contra esa cien veces recordada «fijación», y que aceptara los elogios acerca de su habla franca y suelta, y hasta atrevida, con evidente complacencia.
¿Cuándo y con quién había hablado ella así?
Pocos días antes, con su amigo «más valioso», que le resultaba, naturalmente, más antipático que nadie. Es cierto que ella admitía la injusticia de ciertas antipatías suyas, y que sobre todo consideraba antipáticos a aquellos hombres ante los cuales se sentía más incómoda. Pero ahora, la complacencia por haber sido capaz de hablar ante aquel hombre, también con impertinencia, derivaba del hecho de que este (seguramente para picarla), durante una larga discusión sobre el eterno argumento de la honestidad de las mujeres, había osado defender que el pudor excesivo es señal infalible de un temperamento sensual. Por eso hay que desconfiar de una mujer que se sonroja por nada, que no se atreve a levantar la mirada porque cree descubrir por doquier un atentado contra su propio pudor y, en cada mirada, en cada palabra, un insulto a la propia honestidad. Quiere decir que esta mujer está obsesionada con imágenes tentadoras, teme verlas en cualquier lugar, se turba pensando en ellas. ¿Cómo que no? Mientras otra, con los sentidos calmados, no experimenta estos pudores y puede hablar sin turbarse también de ciertas intimidades amorosas, sin pensar que haya algo malo en una… qué sé yo, en una camisa un poco escotada, en una media agujereada, en una falda que deje apenas entrever algo más arriba de su rodilla.
Con esto, cuidado, no decía que una mujer, para no ser considerada sensual, tenía que actuar de manera descarada, indecente y mostrar lo que no se tiene que mostrar. Sería una paradoja. Hablaba del pudor. Y para él el pudor era la venganza por la falta de sinceridad. No decía que no fuera sincero, al contrario, era sincerísimo, pero como expresión de la sensualidad. Hipócrita es la mujer que quiere negar su sensualidad, mostrando como prueba de su pudor sus mejillas sonrojadas. Y esa mujer puede ser hipócrita también sin quererlo, sin saberlo. Porque no hay nada más complicado que la sinceridad. Todos fingimos espontáneamente, no tanto ante los demás, sino ante nosotros mismos; siempre creemos de nosotros mismos lo que nos gusta creer y no nos vemos como en realidad somos, sino como presumimos ser según la construcción ideal que nos hemos creado de nosotros mismos. Así, puede ocurrir que una mujer, muy sensual sin que lo sepa ella misma, se crea sinceramente casta y pura, en tensión con la sensualidad y rechazada por ella, por el mismo hecho de que se sonroja por nada. Este sonrojarse, que por sí mismo es expresión sincerísima de su sensualidad real, es asumido, en cambio, como prueba de su supuesta castidad, y, asumido así, naturalmente, se convierte en hipocresía.
—Vamos a ver, señora —había concluido el amigo valioso unas noches antes—, la mujer, por su naturaleza (excepto, se entiende, las debidas excepciones), está toda en sus sentidos. Es suficiente saberla coger, encender y dominar. Las mujeres demasiado púdicas no necesitan ser encendidas: se inflaman solas, apenas son tocadas.
Ella no había dudado ni siquiera por un instante que toda esta argumentación se refería a ella y, apenas el amigo se fue, se rebeló ferozmente contra su marido, quien, durante la larga discusión, no había hecho más que sonreír como un tonto y decir que sí con la cabeza.
—Me ha insultado de todas las maneras posibles durante más de dos horas y tú, tú, en vez de defenderme, has sonreído, has asentido, dándole a entender que era cierto lo que decía, porque tú, mi marido, eh, tú podías saberlo…
—Pero ¿qué dices? —había exclamado él, pasmado—. Tú desvarías… ¿Yo? ¿Que tú seas sensual? ¿Qué dices? Si él hablaba de la mujer en general, ¿tú qué tienes que ver con ello? ¡Si hubiera sospechado mínimamente que tú podías estar pensando que su argumentación se refería a ti, no habría abierto la boca! Y además, perdona, ¿cómo podía creerlo si no te has mostrado con él como la mujer púdica de la que hablaba? No te has sonrojado; has defendido tu opinión con fervor. Y yo he sonreído porque me complacía, porque veía la prueba de lo que siempre he dicho y he defendido, es decir, que cuando no piensas en tu incomodidad, no eres torpe ni cohibida, y que tu presunta incomodidad no es nada más que una fijación. ¿Qué tiene que ver con eso el pudor del que te hablaba él?
No había sabido contestar a esta justificación de su marido. Se había ensimismado, considerando por qué se había sentido herida tan internamente por las palabras del amigo. No era pudor, no, no y no, el suyo no era pudor, aquel pudor asqueroso del que hablaba aquel; era incomodidad, incomodidad, incomodidad, pero seguramente un maligno como él podía confundir por pudor aquella incomodidad y por eso creerla una… ¡una de aquellas, sí!
Aunque si realmente no se había mostrado incómoda, como su marido afirmaba, todavía se sentía así, podría vencer esta sensación, a veces, esforzándose por no demostrarla, pero la sentía. Ahora, si su marido negaba que se sintiera así, quería decir que no se daba cuenta de nada. Por eso tampoco se percataría de que esta incomodidad era también algo más, es decir: el pudor del que aquel había hablado.
¿Era posible? ¡Oh, Dios, no! Sólo pensarlo le provocaba horror, asco.
Sin embargo…
Recibió la revelación en sueños.
Aquel sueño empezó como un desafío, como una prueba, a la cual la retaba aquel hombre odiadísimo, después de la discusión de hacía tres noches.
Ella quería demostrarle que no se sonrojaría por nada, que él podía hacer lo que le viniera en gana porque no se turbaría ni se trastornaría.
En efecto, él empezaba la prueba con audacia fría. Primero le pasaba levemente una mano por el rostro. Al contacto de aquella mano con su piel, ella hacía un esfuerzo violento para esconder el escalofrío que recorría todo su cuerpo, para que no se le nublara la mirada y para mantener los ojos impasibles y firmes, la boca apenas sonriente. Y ahora le acercaba los dedos a la boca; le cogía delicadamente el labio inferior y hundía allí, en la humedad interna, un beso caliente, largo, de dulzura infinita. Ella apretaba los dientes; se estremecía para dominar el temblor, el temblor de su cuerpo; y entonces él empezaba a desnudarle tranquilamente el seno y… ¿Qué había de malo? No, no, nada, nada malo. Pero… oh, Dios, no… él se demoraba pérfidamente en la caricia… no, no… demasiado… y… Vencida, perdida, al principio sin ceder, pero pronto cediendo, no porque él la forzara, sino por la languidez abandonada de su propio cuerpo, y finalmente…
¡Ah! Se despertó del sueño convulsa, deshecha, temblando, llena de repugnancia y de horror.
Miró a su marido que, sin saber nada, dormía a su lado. Y la deshonra que sentía hacia sí misma se convirtió en aversión por él, como si fuera la causa de la ignominia, cuyo placer y cuyo capricho seguía sintiendo: él, él por su estúpida obstinación en recibir en casa a aquellos amigos.
Ella lo había engañado en sueños, y no sentía remordimiento alguno, no, sino rabia contra sí misma, por haberse dejado vencer, y rencor, rencor contra él, también porque en seis años de matrimonio nunca había sabido hacerle sentir lo que había sentido ahora mismo en sueños, con otro hombre.
Ah, toda la mujer en sus sentidos… ¿Era cierto?
No, no. La culpa era de su marido que, por no querer creer en su incomodidad, la forzaba a vencerla, a violentar su naturaleza, la exponía a aquellas pruebas, a aquellos desafíos, de los que había nacido el sueño. ¿Cómo resistir a semejante prueba? Su marido lo había querido. Y este era el castigo. Estaría satisfecha si pudiera apartar la deshonra que sentía por sí misma de la maligna alegría que la invadía pensando en el castigo de él.
¿Y ahora?
El conflicto se desató por la tarde del día siguiente, después del duro silencio de todo el día contra cualquier pregunta insistente de su marido, que quería saber por qué estaba así, qué le había ocurrido.
Ocurrió ante el anuncio de la habitual visita de aquel amigo valioso.
Al oír su voz en el recibidor, ella se estremeció, de pronto trastornada. Una ira furibunda brilló en sus ojos. Se abalanzó sobre su marido y, temblando de la cabeza a los pies, le suplicó que no recibiera a aquel hombre:
—¡No quiero! ¡No quiero! ¡Haz que se vaya!
Él se quedó, al principio, más que sorprendido, turbado por aquella reacción furiosa. Incapaz de comprender la razón de tanta repugnancia, cuando ya creía que —al contrario— su amigo había sido aprobado por ella, se irritó fieramente por la absurda y perentoria amenaza.
—¿Estás locas o quieres volverme loco a mí? ¿Por tu estúpida locura tengo que perder a todos mis amigos?
Y, librándose de ella, que se había agarrado a su cuerpo, le ordenó a la sirvienta que dejara pasar al señor.
Ella se refugió en la habitación contigua lanzándole, antes de desaparecer por detrás de la puerta, una mirada de odio y de desprecio.
Cayó en el sillón, como si sus piernas se hubieran quebrado de pronto, pero toda su sangre chisporroteaba por sus venas y todo su ser se rebelaba, en aquel abandono desesperado, oyendo, a través de la puerta cerrada, las expresiones de alegre acogida de su marido hacia el hombre con quien ella, la noche anterior, en sueños, lo había traicionado. Y la voz de aquel hombre… oh, Dios… sus manos, sus manos…
De pronto, mientras se retorcía en el sillón, apretándose con los dedos como garras los brazos y el pecho, lanzó un grito y cayó al suelo, víctima de una espantosa crisis nerviosa, de un verdadero ataque de locura.
Los dos hombres acudieron inmediatamente; permanecieron un instante aterrados ante la imagen de ella, que se retorcía como una serpiente, profiriendo alaridos; su marido intentó levantarla; el amigo lo ayudó. ¡Ojalá no lo hubiera hecho nunca! Al sentirse tocada por aquellas manos, el cuerpo de ella, en la inconsciencia, sin el dominio absoluto de sus sentidos todavía escarmentados, empezó a temblar de arriba a abajo, voluptuosamente. Y, bajo la mirada de su marido, se aferró a aquel hombre, pidiéndole agitadamente, con horrible urgencia, las caricias frenéticas del sueño.
Horrorizado, su marido la alejó del pecho de su amigo. Ella gritó, luchó, luego cayó exangüe entre sus brazos, y la tumbaron en la cama.
Los dos hombres se miraron estupefactos, sin saber qué pensar ni qué decir.
La inocencia era tan evidente en el doloroso asombro de su amigo que el marido no pudo sospechar nada. Lo invitó a salir de la habitación, le dijo que desde aquella mañana su mujer estaba muy turbada, en un estado de alteración extraña, nerviosa; lo acompañó hasta la puerta, pidiéndole perdón si lo despedía por aquel incidente imprevisto y doloroso, y volvió corriendo a la habitación de su mujer.
La encontró en la cama, reanimada, acurrucada como una fiera, con los ojos brillantes; temblaba, como si tuviera frío, con movimientos violentos, convulsos.
Apenas él se le acercó, hosco, para preguntarle acerca de lo que había ocurrido, ella lo rechazó con ambos brazos y, entre dientes, con voluptuosidad lacerante, le lanzó a la cara la confesión de la traición. Decía, con una sonrisa histriónica, malvada, estremeciéndose y abriendo las manos:
—¡En sueños!… ¡En sueños!…
Y no le ahorró ningún detalle. El beso en los labios… la caricia en el seno… Con la pérfida certeza de que él, aunque sentía —como ella— que aquella traición era real y, así, irrevocable e irreparable, porque había sido consumada y saboreada hasta el final, no podía culparla. Su cuerpo —él podía golpearlo, lacerarlo— estaba aquí y había sido de otro, en la inconsciencia del sueño. Para aquel hombre la traición no existía, pero había sido y permanecía aquí, en su cuerpo que había gozado, real.
¿De quién era la culpa? ¿Y qué podía hacerle su marido?

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